VILLANUEVA, ERNESTO / NUCCI, HILDA
En México, a diferencia de la mayor parte de los países latinoamericanos, el diseño institucional del Estado está constituido de forma tal que la corrupción quede impune y sin sanción conductas que deben ser objeto de castigo. Este principio hace que las campañas para el combate a la corrupción, incluida la retórica figura de los testigos sociales de las licitaciones y compras de los distintos órdenes y niveles de gobierno, cumplan sólo un cometido testimonial para dejar las cosas como están.
De la cúspide a la base puede documentarse cómo el sistema legal genera incentivos perversos para que México sea "un país sin consecuencias negativas". Las leyes de trasparencia han permitido el escrutinio público en ciertos espacios que en el pasado inmediato no existían. También, sin embargo, han dado vida al cinismo de la autoridad que, frente a las pruebas de que las cosas andas mal, no hace absolutamente nada. Muchas denuncias públicas debidamente documentadas, que en un país mediante democrático generarían estupor, indignación y la aplicación inmediata de la ley, en México sólo generan simulación, en actitud que constituye tácita apuesta a la falta de memoria de la comunidad. Peor todavía, los órganos internos de control y las contralorías internas funcionan más para intentar dejar sin rastros el uso indebido de recursos públicos que para ser efectivamente garantes del combate a la corrupción.
El único pecado que no se perdona es la falta de complicidad, dice el adagio de la política mexicana que se aplica -ese sí- con puntualidad. Los órganos internos de control operan inadecuadamente porque han sido creados precisamente para que cumplan sus funciones de manera acotada.