Cuando un primer autor lesiona dolosa o imprudentemente a su víctima, y ésta muere o sufre lesiones más graves de las inicialmente inferidas como consecuencia del posterior comportamiento doloso o imprudente de la propia víctima o de un tercero (sea éste un particular o el sanitario que atiende al lesionado), o por la predisposición física desfavorable de la víctima, tanto la jurisprudencia como la doctrina han tenido que enfrentarse, desde siempre, con el problema de si el primer causante debería responder o no por el agravamiento de las heridas o, en su caso, por el fallecimiento de la víctima.
Hasta la irrupción de la teoría de la imputación objetiva, este grupo de casos se trataba bien dentro del marco de la relación de causalidad, bien del error sobre el curso causal -al menos parcialmente, cuando la acción inicial era dolosa-.
Dentro del marco de la relación de causalidad, y si se quería limitar de alguna manera la responsabilidad del primer causante, se aplicaban doctrinas causales discrepantes de la de la condición (para ésta, en todos estos supuestos había que imputar, en principio, el resultado más grave al primer causante, ya que éste, indubitadamente, había condicionado ese resultado), como las individualizadoras, la de la adecuación, la de la interrupción del nexo causal o la jurisprudencial española de la consecuencia natural.