La edificante construcción institucional emprendida en 1983 nos obliga a analizar con profundidad las hondas raices culturales de un proceso autoritario que, desde 1930, adoptó una modalidad más frecuente e intensa que no solo afectaba el funcionamiento institucional, sino que cada vez -y con más rigor- lesionaba con mayor intensidad los derechos humanos más elementales.
En otros tiempos, apoderarse ilegale ilegitimamente del poder por medio de la fuerza parecía una normalidad, más allá de la normatividad constitucional, aceptada por la mayoría, permitiendo que se hasta legisle y sancione por personas a las que nadie había elegido.
La Constitución Nacional -como base común de la convivencia- era negada por la prepotencia de la fuerza empujada por oscuros intereses.
Una verdadera espiral de violencia ilegal que comenzó en 1966 permitió que se produjera un plan sistemático por fuerzas que usurparon el poder en 1976, siempre avaladas por una legislación y jurisprudencia posterior que convalidaron tal anomalía que mutaba, por sustracción, la Constitución formal de los argentinos.
Un gobierno electo en 1983 con tan solo -pero nada más y nada menos- la legitimidad de origen edificó una novel arquitectura legal con el soporte de la Constitución Nacional, tantas veces vapuleada. Demostró que se terminaba con "la frustración y el desencanto" y así se puso en el banquillo de los acusados a la fuerza bruta de las armas para que se someta a la ley; se terminaron las violaciones más cruentas a los derechos humanos mediante el fin de la impunidad, con el remanido uso de la amnistía, con lo que los usurpadores del poder siempre cubrian su retirada.