Si la ilustre personalidad del magistrado de Cháteau-Thierry no hubiera adquirido el relieve que indudablemente tiene en el mundo civilizado, por virtud de la elevación de su generoso espíritu, bastaría para su gloria, en los tiempos del egoísmo y bajeza que corremos, la acendrada vocación profesional que revela en la más insignificante de sus sentencias.
En esta época, en efecto, de enervamiento de todas las virtudes, donde la juventud que es siempre una esperanza, se educa bajo la influencia perniciosa del régimen imperante del favor y de la indisciplina desenfrenada, que todo lo subvierte con la exaltación de los peores y el aislamiento y oscuridad en que deja lo poco bueno que se ha sustraído a la corrupción social; en esta sociedad donde el mayor número no cumple con su deber, resulta, ¡desconsuelo produce pensarlo! una cosa extraordinaria que un juez administre recta y constantemente justicia; que profundice el derecho para dictar la sentencia adecuada al hecho más nimio, que se sustraiga a los halagos y presiones de los poderosos, y que dedique, en fin, todo su tiempo sin decaimiento del ánimo, a su majestuosa ocupación, labrando el bien, combatiendo bizarramente al mal, ganándose el respeto de las gentes y reconquistando a la administración de justicia el prestigio perdido, solamente con cumplir las obligaciones propias de su cargo.
No es Magnaud un juez de los muchos que van a su juzgado un par de horas diarias a lo más, solo para firmar casi inconscientemente lo que los escribanos les han preparado de antemano; no es tampoco de esos espíritus egoístas y holgazanes que rehuyen entender de todos los asuntos de que pueden desprenderse por evitarse responsabilidades y trabajo, que dejan de resolver con claridad muchos aspectos de los negocios para escudar su negligencia o ignorancia en la vaguedad más enigmática y en la autoridad que les prestan después sus congéneres y superiores; no es, en fin, el buen juez francés de los que miden la importancia de su función por el número y la cuantía de los favores que pueden cotizar en el mercado de los personajes que les pagan con otros semejantes; es, por el contrario, la negación enérgica y la protesta viva contra esa ralea de magistrados zaheridos por la literatura picaresca de todos los tiempos y países, terror de los humildes, complacientes con los poderosos, que han suscitado y suscitan de vez en cuando las iras del pueblo con fallos injustos, y que indudablemente han ahuyentado de los tribunales a los ciudadanos con quienes viven ha tiempo en inconciliable divorcio.