Si hubiera que identificar un punto de partida para llevar a cabo un ejercicio de comprensión del Derecho del trabajo, me inclinaría por escoger, aunque suene paradójico, el momento del advenimiento de la libertad de trabajar y del contrato -más tarde, el contrato de trabajo- como luminosa expresión de autonomía en un espacio hasta entonces dominado por el carácter no voluntario (o no plenamente voluntario) de la mayor parte de las manifestaciones del trabajo humano.
Claro está que ese amanecer no habría de venir sin su ominosa contrapartida. Pronto podría comprobarse que si el contrato significaba libertad, implicaba, al mismo tiempo, sometimiento. Más aun, probablemente aquel reconocimiento que calificamos como "luminoso" no habría siquiera sobrevenido si no hubiera sido evidente desde su propia instalación que ese vínculo -el contrato- que presume la libertad de sus sujetos, generaría también, las condiciones para el disciplinamiento y la sujeción de las vastas cohortes de trabajadores industriales que el sistema requería para la operación de las plantas y de las máquinas que los procesos de acumulación capitalista y la revolución industrial habían activado.